CAMBIO A MI MADRE POR UN CAMELLO. MEJOR VER

Nuestra dosis diaria de aventura marroquí

Rabat, primera parte

¿ Cuando salí de Salé dejé enterrado mi corazón.

CHAOUEN

¿El lugar donde todos los días las cicatrices se marchitan.

Franco, ese hombre

¿ Españoles, el secreto mejor guardado de Chefchaouen.

Morgan, puedo yo foto with you?

¿En cada bazar hay una sorpresa a la vuelta de la esquina...

Ouarzazate, cámara... acción

¿Visita a la meca del cine en África.

Gofio bereber

¿"El sahariano", sabor canario en un zoco de Agadir.

Fez, ciudad imperial y acongojante

¿Recorremos la medina de las nueve mil calles entre cabezas sangrantes de camellos, vendedores ambulantes y, glubs, navajeros por doquier.

Los huevos sobre la mesa

¿El día que Guille miccionó... en la recepción de un hotel.

martes, 29 de abril de 2014

Más cielo

Lo que nunca se nos ocurriría hacer en España, en la India es nuestra norma: visitamos sus lugares sagrados.
En Leh contratamos a un conductor e hicimos la ruta del budismo. Empezamos por Thashik, un monasterio donde todas las mañanas a las seis en punto más de cuarenta monjes se reúnen para salmodiar las oraciones matutinas. Admiten visitantes y aquel día, cosas de la temporada baja, éramos los únicos occidentales y nos miraban casi con tanto asombro como nosotros a ellos. 
El ritual duró dos horas. Niños y viejos entonaban mantras, tocaban trompetas, tambores, un gong, luces, sombras, bostezos... El sonido del budismo más puro, suponemos.
Durante ese tiempo, los más pequeños cargaban unos cacharros con los que sirvieron a todos (nosotros incluidos) té de mantequilla, harina y el zumo de una fruta que no entendimos cuál era. Lo agradecimos y lo dejamos todo, disimuladamente, detrás de unas telas.
En un parón de la música, uno de los más viejos cogió un fajo y empezó a repartir billetes. Los ojos se nos pusieron a lo Marujita Díaz pero, cuando llegó nuestro turno, pasó de largo.
Parece que es costumbre entre las familias del pueblo donar a uno de sus hijos al templo para que se convierta en monje. Preguntamos a algunos mayores si no les supuso un trauma separarse de sus padres de pequeños, y todos aseguraban que no. Lo asumían como un honor.
Al terminar hicieron limpieza y nos echaron amablemente.

A la salida seguía sonando la música, ahora de los WhatsApps de los teléfonos móviles de los monjes mayores. Los niños, liberados de la quietud interior, volvieron a ser niños. 
Bajo la luz del sol tempranero, el espectáculo de túnicas rojas en movimiento, paredes blanquérrimas y cielo azul nos reconfortó el espíritu más que las dos horas de rezos.


Seguimos hacia Hemis, un monasterio famoso porque, según el periodista y espía ruso Nicolás Notovitch, había allí unos papeles que demostraban que Jesús vivió en la India. Primero durante su juventud y más tarde tras ser crucificado.
Hemis
Hay un libro, Jesús vivió en la India, del escritor alemán Holger Kersten, basado en las investigaciones del ruso, que cuenta que Jesús, en su primera estancia en la región, aprendió las enseñanzas de Buda en diversos monasterios de Cachemira y luego, ya en Judea, las difundió. Más tarde, y tras ser bajado de la cruz, malherido pero con vida, volvió a India donde continuó aprendiendo las enseñanzas hasta el día de su muerte, a los 120 años de edad. 
Por la energía y humor que transmiten los monjes de Hemis, a casi 4.000 metros de altura, te dan ganas unirte a ellos.

En el budismo hay cuatro escuelas: los Nyingmapas o gorras rojas, la tradición Kagyu, también conocida como gorras negras, la escuela sakia y los Gelug o Geluk-pa, o gorros amarillos (cuyo dirigente es el dalái lama). Los de Hemis eran gorras rojas.
Nos conformamos con la gorra beige y hacer karma bueno en todas las ruedas de oración que vimos.

Sol, solito.
Preside la sala principal de oraciones la estatua de Padmasambhava, de 8 metros y ojos saltones.
Un monje nos dio explicaciones de la historia budista (¡en ladakhí!) y después la bendición.
Después de Hemis llegamos a Matho. Por las altísimas carreteras nos cruzábamos con advertencias de tráfico más cariñosas que amenazantes, del tipo "Me gustas, pero no tan rápido".
  
Monasterio de Matho.
En el monasterio éramos los únicos visitantes y disfrutamos, como si fuera un concierto privado, de una sesión de cánticos celestiales. Luego nos perdimos entre sus muros de piedra y llegamos al oráculo, que no es un lugar, sino un monje que, una vez al año, se cubre la cara y hace peligrosas hazañas a ciegas (como equilibrios a cien metros de altura, con cuchillos y lanzas de por medio), además de predecir el futuro. 
Se pasa el día rezando sobre una alfombra junto a otros dos monjes, en un cuartucho con máscaras rituales en las paredes. No dejan hacer fotos ni entrar a mujeres. En serio. Así que Guille se encerró con ellos una hora y salió con los bolsillos llenos de arroz (“como recuerdo”) y sin querer contar nada de lo que había pasado dentro, por aquello de las energías cósmicas.

Terminamos nuestra ruta budista en Shey, una localidad al norte del valle del Indo donde está el palacio de verano de los reyes de Ladakh, al que llaman Pequeño Potala. 
Palacio de Shey.
Lo construyó hace más de 550 años el rey Lhachen Palgyigon y tiene la estatua dorada más grande de Ladakh. No la vimos, porque estaba cerrado "por invierno" y solo pudimos colarnos en el patio.
El palacio monasterio se alza sobre una colina con vistas al pueblo de Shey (que significa "espejo" o "reflexión").
Detalle de la puerta principal del palacio de Shey. Abajo, símbolos budistas en la fachada.
El camino de vuelta, marcado por la pacífica (y colorida) huella artística del budismo mezclada con la rara belleza de las montañas, nos gustó tanto como los monasterios.
En Leh nos esperaba el restaurante con más tirón del pueblo: el Chaska Maska. No sabemos lo que significa en tibetano, pero solo por el nombre nos conquistó.






lunes, 28 de abril de 2014

El pueblo donde no hay Coca-Cola en invierno

Una mañana nos despertamos en Bangalore y, sorprendentemente, los dos habíamos soñado lo mismo: que paseábamos entre paisajes helados, limpios y silenciosos. 
Todo era blanco, pacífico y de algodón. Y frío. Soñamos, a la vez, lo contrario de la India caliente, escandalosa, chanchullera, dramática, fibrosa y pulgosa que estábamos viviendo en ese momento.
coincidir en sueños tampoco es algo que nos pase a menudo, decidimos no pasar por alto la señal, pero… ¿qué significado tenía? Inconsciente, ¿qué nos estás intentando decir? ¡Qué! Nuestras mentes áridas no atinaban a descubrirlo. Blanco... blanco... ¿¡¡¡Quéééééé!!!? 
Desesperados, buscamos en Google: helado+blanco+paz, y le dimos a Voy a tener suerte. Salió la receta de los polos de Antoñito. Maldición. Volvimos a intentarlo: frío+montaña+paz. Salió el Himalaya. Y allí fuimos.
Las mujeres embarcan por un lado y los hombres por otro en el aeropuerto de Bangalore.
No uno, sino dos aviones low-cost tuvimos que coger para llegar al norte de la India, además de dormir una noche en el aeropuerto de Delhi.
Viajeros de morro fino.
Volando voy.
El día 26 de abril, llegamos a Leh, un pueblo al que llaman el techo del mundo y, cuando lo ves, te das cuenta de por qué. 
No solo porque está a más de 3.500 metros de altitud sobre el nivel del mar, también porque aquí te sientes más cerca que nunca de las estrellas, del cielo, de la paz infinita detrás de la que tanto corremos (aunque ella siempre corre más).
Leh es la capital de lo que fue un reino, Ladakh, y de su antigua riqueza y esplendor dan cuenta sus palacios, estupas y monasterios. Es un desierto frío cercado por los Himalayas.
Tras Siberia, esta región es la zona habitada más fría de nuestro planeta, con inviernos que llegan a los cincuenta grados bajo cero. 
En verano, Leh es un sitio turístico, pero ahora está casi todo cerrado, incluidos los accesos por carretera, lo que se traduce, principalmente, en que no puede llegar la muy demandada Coca-Cola.
Desde la ventanilla del avión mirábamos ojiboquiabiertos las crestas lechosas de las montañas. Con la emoción en estado puro y creciente, no podíamos parar de hacer fotos, y seguimos haciéndolas cuando bajamos del avión, hasta que un hombre nos puso una metralleta en la nariz, nos advirtió que estábamos en una zona militar y nos preguntó que si éramos bobos o qué (¿cómo podía saberlo?). Pedimos perdón en todos los idiomas que sabíamos, o sea, en español, y entonces nos dimos cuenta de que tiritábamos. El frío se había juntado con el miedo.
Tuvimos que vestirnos con toda la ropa que llevábamos en las mochilas, pijama incluido, y echar a caminar hasta que encontramos un hotel precioso, cálido y barato. Pero en la puerta había un obstáculo: un indio muy cabezón con el que regateamos el precio durante dos horas y que se negaba a hacernos un descuento. Luego nos enteramos de que el hombre era un simple turista que se alojaba allí, y que solo quería que pagáramos como mínimo lo mismo que él. Nos hizo gracia pero decidimos quedarnos solo una noche. En la recepción nos recomendaron beber té de jengibre y descansar como mínimo un par de días antes de hacer cualquier actividad física.
Hasta los refugiados tibetanos compran productos chinos.
Hicimos caso solo en lo del té y nos fuimos a ver el pueblo, sus niños, sus viejos, los puestos de verduras, las mujeres de las montañas y sus elaborados adornos, los monjes en busca de gangas por los mercadillos, la artesanía de los refugiados tibetanos (con etiquetas ¡made in China!), los animales que parecían de peluche, los militares sijs y sus turbantes a lo Drag Queen... la lista nunca se termina.
Fans de los sijs.
Refugiados tibetanos cortan mantequilla de dzomo (hembra del yak).
Un monje budista y busca-chollos.
Mujer de la etnia Drokpas de Ladakh.
Marcando estilo.
El pueblo entero vive del turismo y se prepara para enseñar su mejor cara en la temporada de verano, que empieza en junio. Hay que hacerlo todo lentamente. La exigua vegetación determina que el oxígeno en el aire esté en una proporción mucho menor que en otros lugares a su misma altitud. Pero todo eso, lo del oxígeno, lo aprendimos después. 
El primer aviso lo tuvimos cuando uno de nosotros (no vamos a dar nombres) se agachó para hacer esta foto a un perro…
…y luego no se podía levantar. Todo nos costaba diez veces más de lo normal. Aún así, recuperamos el aliento y sacamos fuerzas para arrastrarnos montaña arriba, cotillear la mezquita, maravillarnos con varias estupas y subir los siete pisos del abandonado Palacio Real, donde unos lamas brincaban con increíble soltura.
Acrobacia y budismo.
Hacia el Palacio Real de Leh, tardamos tres horas en subir sus siete plantas.
Y otras tres en bajarlas.
Estupa, construcción budista hecha para contener reliquias.
Arriba, a lo Homeland, en una de las mezquitas del pueblo (abajo).
Qué vistas, qué belleza, qué… ahogo. De repente, no podíamos respirar, ni reír, ni hablar. Era como si alguien hubiera cerrado el grifo del oxígeno. Los perros nos miraban con aire de superioridad... Otra vez tiritamos. Nosotros, que habíamos volado miles y miles de kilómetros, montado en elefantes, acariciado tigres, y hasta lidiado con sobrinos... pensamos que, ahora sí, había llegado el fin de nuestros días. El punto final. Nos vinimos abajo. 
Por allí cerca estaban remendando unos zapateros quienes, después de reírse un rato, nos explicaron que no era para tanto, solo padecíamos un ligero mal de altura. Nos aconsejaron esto: bebe antes de que tengas sed, come antes de que tengas hambre, descansa antes de sentirte cansado y abrígate antes de tener frío.

Cuando volvimos al hotel los latidos del corazón se habían convertido en pisadas de elefante en estampida. Nos sentamos, quietos, callados. Orejigachos. Hasta que nos fuimos a dormir, a seguir soñando, dentro de nuestro sueño compartido, pero debajo de una montaña de mantas.








Uno a uno

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